jueves, 21 de enero de 2016

Gol de Pompeu Fabra a pase de Prat de la Riba

No me siento español ni catalán porque me siento ambos, que es lo mismo que decir que no me identifico con ninguno. Me encanta decir que mi patria sólo es el Mediterráneo; me gusta porque así me siento realmente, porque crecí a su lado y siempre me ha despertado tremenda curiosidad, y, sobre todo, porque el Mediterráneo no tiene bandera.
Hablaba hace poco con un amigo independentista, de los del SÍ, y me atreví a hacerle unas preguntas. Si sabía quiénes fueron, por ejemplo, Guifré el Pilós, Enric Prat de la Riba o Pompeu Fabra. No, no lo sabía. "-¿Cómo es posible? Si son figuras clave de la historia y la nación catalanas. -Mmmm...pues ni idea".
Es cierto que los dos somos del barrio de Sant Ildefons de Cornellà de Llobregat, en el extrarradio de Barcelona; zona humilde de clase baja ocupada por inmigrantes españoles (y desde hace unos años también de otros países), donde no es que apenas se hable catalán sino que es bastante complicado encontrar siquiera un apellido de aquí. Por lo que tal vez si pregunto entre el 47% que votó SÍ el 27S, encuentre respuesta. Tal vez sí o tal vez no, claro; habría que hacer la prueba.
Desconocía estas figuras. El que más y el que menos sabe quién fue Lluís Companys, pero no tanto por lo que hizo o dejó de hacer y sí más bien por lo que representa, y es que se le ha instrumentalizado de tal manera que ya se ha convertido en un símbolo, en un logo, en una bandera de repuesto.
Volví a preguntar a mi amigo: ¿Consideras que la cuestión de la independencia se debe más a un asunto de dinero y no tanto a un sentimiento de pertenencia a una cultura, a una historia (Guifré el Pilós, Enric Prat...), a una lengua (Pompeu Fabra), a un paisaje, a una gastronomía...a una serie de factores que nos hacen diferentes y con los que nos identificamos se supone profundamente (Guifré el Pilós, Enric...), tan profundamente que nos sentimos con el derecho de apartarnos de un estado al que pertenecemos para crear el nuestro propio y disfrutar aún más (gracias a este estado propio)  de la particularidad catalana? Contestó que no, que sólo era una cuestión de dinero.
Totalmente de acuerdo con que todo el mundo tiene derecho a reclamar lo que le pertenece. Estoy totalmente de acuerdo con que las leyes no son eternas y pueden modificarse. Totalmente de acuerdo con que a la gente hay que preguntarle qué es lo que quiere. Totalmente de acuerdo con que se haga un referéndum.
En cambio me parece muy cínico abrazarse a una bandera para hacerlo. Muy cínico apelar a una particularidad, la catalana, a ese sentimiento que por lo que parece, después de preguntar a mi amigo por personas clave de la historia de Catalunya, en realidad es bastante superficial.
A los políticos y a los medios de comunicación les diría que están haciendo perfectamente su trabajo: separar a la gente en base a unos supuestos sentimientos patrióticos (la superficialidad de la que hablaba más arriba) para reclamar o negar bienes materiales, es decir, dinero. Es muy peligroso, se les puede ir de las manos porque me da la impresión de que este espectáculo televisado de "nación contra nación" va para largo.
Por favor, no nos dejemos instrumentalizar.

miércoles, 28 de enero de 2015

Cuatro bodas y un tutorial


Pequeño manual que ofrece consejos y nociones de protocolo de cara a una boda.

El traje. Vale que ya no es como en los noventa y que en Zara te vistes para una boda por menos de doscientos euros, pero ten en cuenta diversos factores cuando elijas uno. La talla, por ejemplo, con el objetivo de que te sirva para otros  ajuntamientos. Contempla con lupa si en lo sucesivo vas a mantener la línea, si tal vez engordes o si tienes pensado adelgazar. Acude al endocrino, si crees necesario, antes de decidirte al tomar una decisión tan importante.
El color del traje, por supuesto, por ese mismo motivo, que sea neutro para que no pase de moda (ni de boda).

La iglesia. Puedes entrar a la ceremonia sin necesidad de ser católico practicante. No te van a salir sarpullidos por asistir a tan sacra unión en un no menos sacro templo. Haz el favor, hazlo por los novios. SOLIDARÍZATE con ellos y comparte su alegría.
Tampoco estás obligado a entrar, por supuesto, pero si lo haces compórtate. No por nada en especial, sólo porque luego, tal vez, seas la comidilla durante el convite. Que interese más la tuya que la que tienen en el plato.
Incluso puede suponer que los novios no quieran hacerse la foto contigo, con el trauma que eso podría provocarte. Vigila.

Las fotos. Te hace ilusión guardar un recuerdo. Mentalízate de que te vas a hacer la foto, no tengas prisa. Existen tías de los novios que han venido del pueblo y ten por seguro que nada ni nadie se les va interponer en su propósito, ‘vaya a ser que se acabe el carrete y no me lleve yo una foto con mi sobrina’.  Aléjate de estas señoras como de beber San Miguel, por tu integridad (así en general). Mentalízate de nuevo: NO VAS A CONSEGUIR HACERTE LA FOTO ANTES QUE ELLAS.
NOTA: Lo ideal sería hacer como en los puestos de pollos asados: coger número y que un luminoso fuera informando de los turnos. De esta manera habría cero problemas. ¡Siguiente!

El sobre (I). Poca broma con este punto. Lo primero que hay que saber cuando se va de boda es cuánto dinero vas a meter en el famoso sobre. Si vas a título individual no es tan importante, pero si se va con un grupo de amigos es crucial, determinante e incluso te puede acarrear más de un estigma, ya que si luego das menos que no sé quién, a los novios tal vez les moleste. Tal vez no, seguro.
Acordadlo entre vosotros antes, aunque en ocasiones se dispone de un cifra de partida como veremos a continuación.

El sobre (II). ¿Me invitas a tu boda o me la vendes? Para bien o para mal, yo pienso en lo primero, los novios nos orientan en el regalo. Los más atrevidos, reunidos tomando una cocacola con el resto de amigos/invitados semanas antes a las nupcias, suelen soltar, más o menos, un ‘joé, qué caro nos ha salido el cubierto, A 125 EUROS…’. Genial, mensaje recibido; sabes que en el sobre has de poner de 150 euros para arriba, al menos ni que sea para cubrir el cubierto, valga la redundancia a las finas hierbas sobre lecho de patatas laminadas. 
A partir de ese momento se crea un gabinete de crisis entre los amigos para decidir cuánto poner en el sobre, llegar a un consenso, todos lo mismo, tomando como referencia el precio del cubierto. Dudo que los novios se atrevan a decir que TODOS su amigos son unos rácanos.

¿Todo bien? Antes, ahora no estoy del todo seguro, era tradición entre los padres de los novios hacer de correctos anfitriones entre los invitados. Pasearse de mesa en mesa con una pregunta: ¿cómo va, todo bien? Si tienes suerte y te pillan con la boca llena, asientes con la sonrisa que te permite la cantidad de comida que intentas engullir; si no, ¡Oh, pobre de mí, oh invitado!, has de hacer lo que se conoce como EL PARIPÉ. Ingeniártelas para rozar la oda al restaurante donde estéis “de lo rico, jugoso y sabroso que está todo, neulas incluidas, ¡vive Dios!”.

De una boda sale un ciento, o no. Depende. Se necesitan al menos doscientos invitados. O bien 199 si contamos con el cura. Relájate si no se da ninguna de las dos circunstancias.


miércoles, 2 de abril de 2014

Defíneme “gente”, por favor



Estamos en Babilonia, actual Irak, hace hoy justo 3774 años. El rey, Hammurabi, crea un conjunto de leyes -el Código de Hammurabi-  regido por la ley del Talión: ya saben, lo del ojo por ojo y sus consecuencias.

Afortunadamente hoy tenemos más códigos legislativos. El Civil, el Penal, el Mercantil, el de Derecho Canónico, etcétera. Lo que no existe todavía, o eso creo yo, es el Código del Qué Dirán.


"-¿A dónde vas así a la calle?¿Acaso no te importa lo que la gente piense de ti?
-Defíneme "gente", por favor." 



Cada uno tiene su estilo, su forma de ser, su forma de peinarse, su forma de vestir e incluso su manera de eructar. Las modas influyen, cómo no, pero no son determinantes. Una moda no es vinculante, no obliga a nada. Son como una especie de referéndum (de pueblo): la gente vota sí o no y punto, si bien el resultado no implica que alguien tenga que hacer algo. “¡Ha salido el sí! ¡¡¡Oeeeee, oe oe oeeeeee!!!”, se descorchan cuatro botellas de cava y cada uno a su casa que a las nueve empieza el fútbol; y punto.


Pues con lo que opine la gente lo mismo. Se respeta, evidentemente, sin embargo no hay que regirse por ello. Lo que opinen de uno los demás no es vinculante.

Quiero insistir con este tema, necesito aclarar conceptos. ¿Quién o qué es la gente? ¿Dónde establecemos el límite? Actualmente somos unos 7200 millones de personas en el planeta. ¿Tengo que esperar a que todos lleguen a un consenso para saber qué puedo ponerme para salir a la calle sin miedo al qué dirán y con plena confianza en mí mismo sabedor de que he recibido la aprobación de la gente o, en su defecto, de la mayoría?

Ni siquiera así habría de seguir la opinión/gusto de la gente para que no tengan una mala impresión de mí. Yo tengo unos gustos, una forma de ser, una manera de reírme e incluso de eructar. ¿Cómo sé yo que la gente, así grosso modo, sabe más que yo? Me explico. ¿Qué tipo de organismo público imparte cursos y emite licencias para que la gente me critique y, tras la crítica, yo acepte a pies juntillas adoptar sus preferencias? Es todo muy confuso, cierto, por eso me gustaría que alguien me aclarase estas cuestiones.

Pero es que hay más. Suponiendo que dicho organismo exista y haya gente preparada y cualificada para no sólo cuestionar a los demás sino también imponerles su opinión/gustos, ¿por qué habría yo de seguirlos? ¿Acaso esa gente me paga la hipoteca? ¿O me cambian los neumáticos del scooter? ¿Esa gente se va a encargar de la manutención de los catorce hijos que pienso tener? ¿Entonces de qué narices estamos hablando? Soy católico, y todavía no he visto un #11 Mandamiento que diga “Te regirás por la opinión que la gente tenga de ti”. ¿Me explico?

Pues eso, que cada uno a lo suyo. Y que los demás, la gente, opinen lo que les dé la gana.

Nos vemos, gente.

martes, 3 de diciembre de 2013

Jorobita, aquel hombre

Julia, mi madrina, es también la hermana pequeña de mi madre, Isabel. Julia tiene una hija, Lidia, tres años mayor que yo. Lidia es mi prima hermana por parte de madre. Hasta aquí correcto.
Pero ¿qué pinta Lidia en este post? Poco o nada, para su fortuna; sólo que de críos venía mucho por casa y tenía la sana costumbre de, cada vez que yo me salía de tono, decirme que tendría que ser humorista. "Adiós, Lidia, hasta pronto".
Sí, es una realidad. De crío mis salidas de tono eran frecuentes. Insistentes, más bien, palabra más adecuada. Gustaba yo de imitar a todo bicho viviente, bípedo a ser posible, que se cruzaba en mi campo de visión.
Material no me faltaba. De los 13 a los 28 estuve trabajando de cara al PÚBLICO en un puesto de dulces de mis padres, en un mercado de Cornellà de Llobregat, una ciudad que si no habéis visitado aún, os aconsejo no hacerlo. No vale nada.
Imitaba y se presume que bastante bien, a tenor de las palabras de Lidia -"Hombre, Lidia, ¡tú por aquí otra vez!"- y alguna que otra risa del resto de la parentela. Como en la familia éramos muchos, el clamor era, cuando menos, suficiente.
Tenía sin embargo una musa a la que no me cansaba de imitar. Vecino de nuestra calle y, curiosamente, paisano de mis progenitores. Luís "Jorobita", amigo del pueblo de mi padre, tenía un hijo. Jorobita era el mote que recibió este señor en su pueblecito de Cáceres, y como era una familia humilde y tenían poco que ofrecer a su vástago, le regalamos entre todos el mote. Jorobita junior era, repito, mi musa.
Jorobita era muy peculiar. Medía un metro ochenta, más o menos, pero a pesar de contar con unos treinta años caminaba muy encorvado, con las puntas de los pies hacia fuera, patoso a más no poder, arrastrando los pies y mostrando un gesto simiesco en la cara que invitaba a la caricia y que, qué caramba, yo imitaba como nadie. Su tono de voz: ríete tú del niño de San Ildefonso que saca el Gordo.
En casa nos divertíamos mucho con mis imitaciones de Jorobita. No había comida familiar en la que El Niño, animado por la concurrencia, no tuviese que soltar la cuchara, hiciese echarse 'palante' con la silla a los cuñados y saliese a la pista central del comedor a imitar a Jorobita. Se reían, volvía a sentarme, cogía la cuchara y a repetir plato. Porque además, aunque esté mal que yo lo diga, me lo había ganado. Así me puse de hermoso, de tanto imitar a Jorobita.
¿Qué es de una bonita historia de la infancia sin una tragedia? Y la tragedia llegó. Y con ella, el momento en que todo cambió. Jorobita, nuestro Jorobita, con su metro ochenta, se cruzó conmigo un día en nuestra calle. No me soltó dos hostias, no; fue mucho peor. Jorobita llevaba hombreras, bolso, peluca y se había puesto tetas. Jorobita, nuestro Jorobita, pasó a ser esta Jorobita.
Imaginad. Asimilar en plena adolescencia que un mito, tu musa (...), cambie así, sin avisar, es un jarro muy duro. Mucho. Es un palo de agua fría. Más de lo que alguien pueda llegar a imaginarse.
Ahora bien, semanas después el Madrid fichó a Zamorano y se me pasó enseguida.


lunes, 8 de julio de 2013

El futuro ya no es lo que era


Emilio o Luca. Así es como me habría gustado llamarme cuando era un crío. El nombre de Luca me llamaba la atención de la misma manera que me atrae todavía hoy todo lo relacionado con Italia, y no dudo en llamar así a un hijo siempre que ella quiera. El de Emilio, cómo no, por Butragueño.
De niño me daba todo igual. Me sobraba el tiempo, normal, y mi mayor distracción era pasar de todo. ¿Que había que picar a los timbres y salir corriendo? Pues se hacía. ¿Que un gato callejero estaba pidiendo a gritos ser correteado? Pues se le complacía. ¿Que había que jugar a fútbol? Pues se lucía uno; todos me querían a su lado y en ocasiones el capitán del equipo contrario llegaba a lanzar una OPA hostil a su homólogo para que me traspasase a cambio de dos o tres jugadores.
Butragueño, junto a su quinta, era mi referente. Mis apellidos son Martín Blázquez, de modo que a la mayoría de mis amigos no les costaba demasiado compararme, por calidad de juego, en parte, y aproximación fonética, básicamente, con Rafael Martín Vázquez. Seguro que lo tienen presente; junto con Míchel, el galán del fútbol español de finales de los ochenta y que tenía loca a mi hermana mayor, si bien yo cargaba más hacia Butragueño.
Me identifico sobre todo con los señores y no con los galanes, y Emilio siempre fue el primero de entre los primeros. Aunque llegó el día en el que el Buitre abandonó el Real Madrid. Y Juanan Martín Blázquez, a sus dieciocho años, como el Titanic a las dos horas y cuarto de película, terminó de hundirse.
Uno de mis últimos estados de Facebook decía que si en la niñez todo te da igual, en la adolescencia todo te da infinito. De crío un servidor sólo había de preocuparse de tener ídolos, cuantos más mejor, mientras que en la adolescencia no quería saber nada de nadie. Y mi ídolo de entonces nos deja cuando empiezan a salirme los primeros pelos de barba y el acné decide edificar en mi rostro. Eso no se hace, Emilio, y lo sabes. Te vas cuando desembarco en la que a priori es la mejor etapa en la vida de un ser humano, si bien en realidad en la mayoría de los casos puede llegar a ser tan dura como los balones Mikasa que pateábamos precisamente en aquellos momentos.
Pero lo peor estaba por llegar. Cuando el Buitre se fue cambié de registro en el arte de la idolatría al aferrarme, tonto de mí, a Sabina. Error, grave error, puesto que el Sabina de mi adolescencia fue el mejor, el más auténtico, el del desamor, el que le dijo a su princesa que ya era tarde, el que te erizaba el vello y te hacía pensar. Pasar de un señor como Emilio a un canalla como Joaquín no fue fácil; llevarme el apartamento de Torrevieja que ofrecían en el Un, Dos, Tres… me habría resultado mucho más sencillo. Entre otros motivos porque aún no tenía edad suficiente para participar en el concurso. El canalla de Sabina no era un pesimista de manual porque en sus canciones no siempre le salían mal las cosas; eso sí, cuando el tío decidía ir a por ti, iba sin anestesia y si te duele te jodes.
Sensiblón como es uno ya de por sí, mejor habría sido derivar hacia los Hombres G, caramba, por ejemplo, y no hacia el de Úbeda. Y así me fue de adolescente: que todo me parecía infinito y elevado a la enésima potencia.
A los veintitantos volvió a instalarse en mí un mínimo de estabilidad. No fue como en la niñez, sino mejor. Con ese plus de experiencia del que, por motivos evidentes, careces en la niñez, de los veinte a los treinta no es que me diera todo igual, sino que me reía de todo. Había acabado la carrera, había empezado a trabajar en Solo Moto, uno de mis pocos sueños de adolescente, precisamente, y me sentía el más afortunado de entre mis semejantes. Era la envidia de mis amigos, todos querían un trabajo –sí, trabajo, por bien que mis colegas digan que no lo es- como el mío; todos querían viajar a gastos pagados como hacía yo cuando se presentaba una nueva motocicleta. Y en ese plan no me quedaba otra alternativa que disfrutar, reír, ser feliz, ¡probar motos! Ni crisis de los treinta ni chorradas al uso.
Un perspectiva como la que atesoraba no la cambiaba en ese momento por nada del mundo. No vivía al día porque en la revista pagaban poco, eso quiero que quede claro. ¿Y qué problema había? Tampoco es uno de vivir al día, porque caprichoso, Juanan Martín, nunca lo ha sido ni se espera que lo sea.
Y es justo ahora, asomado al precipicio de los cuarenta cuando abajo veo un río habitado por cocodrilos. Es en este momento que una crisis que se ha enrocado y no quiere terminar me da una bofetada y me devuelve aquella sensación de hastío de los dieciséis, diecisiete, dieciocho. El porvenir, mi futuro, el de muchos, vuelve a enturbiarse. Crespón negro y bandera a media asta. Desasosiego e incertidumbre. Dejar de fumar y sólo dos cafés al día por si acaso. ¡Maldito futuro! ¿Y a ti quién te ha llamado? ¿Por qué no te quedas donde estabas? ¡Se puede saber por qué has cambiado!
Suerte que un servidor nunca ha sido antojadizo, insisto, y además ha abrazado desde crío la austeridad, la mesura y el control. Porque otra cosa quiero que quede bien clara: no todos los buenos futbolistas tenemos ni queremos un Ferrari.


 





martes, 12 de marzo de 2013

Y en la clase de hoy, niños: "Por favor" y "Gracias"

No es que yo le pida a un chico de la ESO que me recite de carrerilla una pasaje de La Regenta. No se lo pido, entre otras cosas, porque hace nosecuántos que me lo leí y los hay tan putas que a lo mejor se lo inventa para dejarme tranquilo. Los hay muy putas, os lo juro.
No es que yo le pida tampoco a un mozo que empieza a afeitarse el bigotillo que me hable de senos, cosenos y logaritmos neperianos. Y no lo hago porque a mí las matemáticas, vive Dios, me la sudan tanto como a todos los 4º de la ESO del Reino de España juntos. O más.
No le pido tampoco que me haga el pino-puente (yo siempre lo he escrito con guión; oye, cada uno es como es), porque es que, además, no creo que nadie entre en una entrevista de trabajo caminando boca arriba ayudándose de sus cuatro extremidades. Digo yo, ¿eh?, que luego hay de todo, ojo.
Yo sólo le pido a los zagales que sean educados, caramba. Que los adolescentes con los que me he cruzado últimamente sólo me han dicho "por favor" y "gracias" para pedirme tabaco. Que tiene narices la cosa, oye.
Que no hay que empollar para aprender esto, criaturas. Que no vale dinero. Que nadie va a deciros que sois unos nenazas -a vosotros- ni unas pijas -a vosotras-. Que el mundo sería mucho mejor.
Sólo eso.

viernes, 15 de febrero de 2013

¿Que por qué sé que tengo una edad?

Estoy haciendo un máster. Sí, yo. Yo. Con 36 años, sí. Un máster.
Estoy haciendo el Máster en Periodismo de viajes. Sí, con 36 años. Yo, sí.
Para poner en situación, y coqueteando con el título de esta entrada, diré que soy el único calvo de la clase. Sí, yo. 42 alumnos. Sólo un calvo. Yo. 36 años. El mismo.
¡Qué viejo soy, la puta que me parió! El espíritu, aquello que yo creía que era lo único que me quedaba de los noventa, parece que también envejece. Me di cuenta el otro día en clase, en una conferencia. Porque es que voy a clase. Estoy haciendo un máster, no sé si lo he dicho.
El conferenciante, una eminencia (en serio, u-na-e-mi-nen-cia), nos preguntó al finalizar su discurso qué proyectos teníamos pensados para cuando acabásemos los estudios en los que estábamos implicados.
Mis compañeros (sobre todo ellas) empezaron a contar qué iban a hacer. Todos, TODOS, proyectos muy interesantes. El 90% de mis compañeros, eso sí, y quizá me quedo corto, están más cerca de los veinte que de los treinta.
Me di cuenta enseguida de que me hago mayor. Yo no me he planteado todavía qué voy a hacer al acabar el máster. Yo sólo sé que quiero escribir y que mataría -si tiene que ser a traición, pues oye, estoy dispuesto incluso a hacerlo- con tal de que me publiquen algún día.
Me di cuenta rápidamente de que me hago mayor. Yo a la edad de mis compañeros también tenía proyectos y quería hacer mil cosas. Y al terminarlas, empezar con otras mil. Pero claro, son 36 los años que tengo ya. Llevo trabajando desde los doce; y en "lo mío", desde los 27. Quieras que no, la edad y un trabajo más o menos estable te aburguesa, te instalas en una dinámica del ir haciendo que, ahora, tras conocer los proyectos de algunos de mis compañeros, me he dado cuenta de que no es nada edificante. Y algo voy a tener que hacer.
¿Alguien sabe dónde hacen buenos peluquines?