Emilio o Luca. Así es como me habría gustado
llamarme cuando era un crío. El nombre de Luca me llamaba la atención de la
misma manera que me atrae todavía hoy todo lo relacionado con Italia, y no dudo
en llamar así a un hijo siempre que ella quiera. El de Emilio, cómo no, por
Butragueño.
De niño me daba todo igual. Me sobraba el tiempo, normal, y mi mayor
distracción era pasar de todo. ¿Que había que picar a los timbres y salir
corriendo? Pues se hacía. ¿Que un gato callejero estaba pidiendo a gritos ser
correteado? Pues se le complacía. ¿Que había que jugar a fútbol? Pues se lucía
uno; todos me querían a su lado y en ocasiones el capitán del equipo contrario
llegaba a lanzar una OPA hostil a su homólogo para que me traspasase a cambio
de dos o tres jugadores.
Butragueño, junto a su quinta, era mi referente. Mis apellidos son
Martín Blázquez, de modo que a la mayoría de mis amigos no les costaba
demasiado compararme, por calidad de juego, en parte, y aproximación fonética,
básicamente, con Rafael Martín Vázquez. Seguro que lo tienen presente; junto
con Míchel, el galán del fútbol español de finales de los ochenta y que tenía
loca a mi hermana mayor, si bien yo cargaba más hacia Butragueño.
Me identifico sobre todo con los señores y no con los galanes, y
Emilio siempre fue el primero de entre los primeros. Aunque llegó el día en
el que el Buitre abandonó el Real Madrid. Y Juanan Martín Blázquez, a sus
dieciocho años, como el Titanic a las dos horas y cuarto de película, terminó
de hundirse.
Uno de mis últimos estados de Facebook decía que si en la niñez todo
te da igual, en la adolescencia todo te da infinito. De crío un servidor sólo
había de preocuparse de tener ídolos, cuantos más mejor, mientras que en la
adolescencia no quería saber nada de nadie. Y mi ídolo de entonces nos deja
cuando empiezan a salirme los primeros pelos de barba y el acné decide edificar
en mi rostro. Eso no se hace, Emilio, y lo sabes. Te vas cuando desembarco en
la que a priori es la mejor etapa en la vida de un ser humano, si bien en
realidad en la mayoría de los casos puede llegar a ser tan dura como los
balones Mikasa que pateábamos precisamente en aquellos momentos.
Pero lo peor estaba por llegar. Cuando el Buitre se fue cambié de
registro en el arte de la idolatría al aferrarme, tonto de mí, a Sabina. Error,
grave error, puesto que el Sabina de mi adolescencia fue el mejor, el más
auténtico, el del desamor, el que le dijo a su princesa que ya era tarde, el
que te erizaba el vello y te hacía pensar. Pasar de un señor como Emilio a un canalla
como Joaquín no fue fácil; llevarme el apartamento de Torrevieja que ofrecían
en el Un, Dos, Tres… me habría resultado mucho más sencillo. Entre otros
motivos porque aún no tenía edad suficiente para participar en el concurso. El
canalla de Sabina no era un pesimista de manual porque en sus canciones no
siempre le salían mal las cosas; eso sí, cuando el tío decidía ir a por ti, iba
sin anestesia y si te duele te jodes.
Sensiblón como es uno ya de por sí, mejor habría sido derivar hacia
los Hombres G, caramba, por ejemplo, y no hacia el de Úbeda. Y así me fue de
adolescente: que todo me parecía infinito y elevado a la enésima potencia.
A los veintitantos volvió a instalarse en mí un mínimo de
estabilidad. No fue como en la niñez, sino mejor. Con ese plus de experiencia
del que, por motivos evidentes, careces en la niñez, de los veinte a los
treinta no es que me diera todo igual, sino que me reía de todo. Había acabado
la carrera, había empezado a trabajar en Solo Moto, uno de mis pocos sueños de
adolescente, precisamente, y me sentía el más afortunado de entre mis
semejantes. Era la envidia de mis amigos, todos querían un trabajo –sí,
trabajo, por bien que mis colegas digan que no lo es- como el mío; todos
querían viajar a gastos pagados como hacía yo cuando se presentaba una nueva
motocicleta. Y en ese plan no me quedaba otra alternativa que disfrutar, reír,
ser feliz, ¡probar motos! Ni crisis de los treinta ni chorradas al uso.
Un perspectiva como la que atesoraba no la cambiaba en ese momento
por nada del mundo. No vivía al día porque en la revista pagaban poco, eso
quiero que quede claro. ¿Y qué problema había? Tampoco es uno de vivir al día,
porque caprichoso, Juanan Martín, nunca lo ha sido ni se espera que lo sea.
Y es justo ahora, asomado al precipicio de los cuarenta cuando abajo
veo un río habitado por cocodrilos. Es en este momento que una crisis que se ha
enrocado y no quiere terminar me da una bofetada y me devuelve aquella sensación
de hastío de los dieciséis, diecisiete, dieciocho. El porvenir, mi futuro, el
de muchos, vuelve a enturbiarse. Crespón negro y bandera a media asta.
Desasosiego e incertidumbre. Dejar de fumar y sólo dos cafés al día por si
acaso. ¡Maldito futuro! ¿Y a ti quién te ha llamado? ¿Por qué no te quedas
donde estabas? ¡Se puede saber por qué has cambiado!
Suerte que un servidor nunca ha sido antojadizo, insisto, y además ha abrazado desde crío la austeridad, la mesura y el control. Porque otra cosa quiero que quede bien clara: no todos los buenos futbolistas tenemos ni queremos un Ferrari.
Suerte que un servidor nunca ha sido antojadizo, insisto, y además ha abrazado desde crío la austeridad, la mesura y el control. Porque otra cosa quiero que quede bien clara: no todos los buenos futbolistas tenemos ni queremos un Ferrari.
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