lunes, 8 de julio de 2013

El futuro ya no es lo que era


Emilio o Luca. Así es como me habría gustado llamarme cuando era un crío. El nombre de Luca me llamaba la atención de la misma manera que me atrae todavía hoy todo lo relacionado con Italia, y no dudo en llamar así a un hijo siempre que ella quiera. El de Emilio, cómo no, por Butragueño.
De niño me daba todo igual. Me sobraba el tiempo, normal, y mi mayor distracción era pasar de todo. ¿Que había que picar a los timbres y salir corriendo? Pues se hacía. ¿Que un gato callejero estaba pidiendo a gritos ser correteado? Pues se le complacía. ¿Que había que jugar a fútbol? Pues se lucía uno; todos me querían a su lado y en ocasiones el capitán del equipo contrario llegaba a lanzar una OPA hostil a su homólogo para que me traspasase a cambio de dos o tres jugadores.
Butragueño, junto a su quinta, era mi referente. Mis apellidos son Martín Blázquez, de modo que a la mayoría de mis amigos no les costaba demasiado compararme, por calidad de juego, en parte, y aproximación fonética, básicamente, con Rafael Martín Vázquez. Seguro que lo tienen presente; junto con Míchel, el galán del fútbol español de finales de los ochenta y que tenía loca a mi hermana mayor, si bien yo cargaba más hacia Butragueño.
Me identifico sobre todo con los señores y no con los galanes, y Emilio siempre fue el primero de entre los primeros. Aunque llegó el día en el que el Buitre abandonó el Real Madrid. Y Juanan Martín Blázquez, a sus dieciocho años, como el Titanic a las dos horas y cuarto de película, terminó de hundirse.
Uno de mis últimos estados de Facebook decía que si en la niñez todo te da igual, en la adolescencia todo te da infinito. De crío un servidor sólo había de preocuparse de tener ídolos, cuantos más mejor, mientras que en la adolescencia no quería saber nada de nadie. Y mi ídolo de entonces nos deja cuando empiezan a salirme los primeros pelos de barba y el acné decide edificar en mi rostro. Eso no se hace, Emilio, y lo sabes. Te vas cuando desembarco en la que a priori es la mejor etapa en la vida de un ser humano, si bien en realidad en la mayoría de los casos puede llegar a ser tan dura como los balones Mikasa que pateábamos precisamente en aquellos momentos.
Pero lo peor estaba por llegar. Cuando el Buitre se fue cambié de registro en el arte de la idolatría al aferrarme, tonto de mí, a Sabina. Error, grave error, puesto que el Sabina de mi adolescencia fue el mejor, el más auténtico, el del desamor, el que le dijo a su princesa que ya era tarde, el que te erizaba el vello y te hacía pensar. Pasar de un señor como Emilio a un canalla como Joaquín no fue fácil; llevarme el apartamento de Torrevieja que ofrecían en el Un, Dos, Tres… me habría resultado mucho más sencillo. Entre otros motivos porque aún no tenía edad suficiente para participar en el concurso. El canalla de Sabina no era un pesimista de manual porque en sus canciones no siempre le salían mal las cosas; eso sí, cuando el tío decidía ir a por ti, iba sin anestesia y si te duele te jodes.
Sensiblón como es uno ya de por sí, mejor habría sido derivar hacia los Hombres G, caramba, por ejemplo, y no hacia el de Úbeda. Y así me fue de adolescente: que todo me parecía infinito y elevado a la enésima potencia.
A los veintitantos volvió a instalarse en mí un mínimo de estabilidad. No fue como en la niñez, sino mejor. Con ese plus de experiencia del que, por motivos evidentes, careces en la niñez, de los veinte a los treinta no es que me diera todo igual, sino que me reía de todo. Había acabado la carrera, había empezado a trabajar en Solo Moto, uno de mis pocos sueños de adolescente, precisamente, y me sentía el más afortunado de entre mis semejantes. Era la envidia de mis amigos, todos querían un trabajo –sí, trabajo, por bien que mis colegas digan que no lo es- como el mío; todos querían viajar a gastos pagados como hacía yo cuando se presentaba una nueva motocicleta. Y en ese plan no me quedaba otra alternativa que disfrutar, reír, ser feliz, ¡probar motos! Ni crisis de los treinta ni chorradas al uso.
Un perspectiva como la que atesoraba no la cambiaba en ese momento por nada del mundo. No vivía al día porque en la revista pagaban poco, eso quiero que quede claro. ¿Y qué problema había? Tampoco es uno de vivir al día, porque caprichoso, Juanan Martín, nunca lo ha sido ni se espera que lo sea.
Y es justo ahora, asomado al precipicio de los cuarenta cuando abajo veo un río habitado por cocodrilos. Es en este momento que una crisis que se ha enrocado y no quiere terminar me da una bofetada y me devuelve aquella sensación de hastío de los dieciséis, diecisiete, dieciocho. El porvenir, mi futuro, el de muchos, vuelve a enturbiarse. Crespón negro y bandera a media asta. Desasosiego e incertidumbre. Dejar de fumar y sólo dos cafés al día por si acaso. ¡Maldito futuro! ¿Y a ti quién te ha llamado? ¿Por qué no te quedas donde estabas? ¡Se puede saber por qué has cambiado!
Suerte que un servidor nunca ha sido antojadizo, insisto, y además ha abrazado desde crío la austeridad, la mesura y el control. Porque otra cosa quiero que quede bien clara: no todos los buenos futbolistas tenemos ni queremos un Ferrari.