martes, 3 de diciembre de 2013

Jorobita, aquel hombre

Julia, mi madrina, es también la hermana pequeña de mi madre, Isabel. Julia tiene una hija, Lidia, tres años mayor que yo. Lidia es mi prima hermana por parte de madre. Hasta aquí correcto.
Pero ¿qué pinta Lidia en este post? Poco o nada, para su fortuna; sólo que de críos venía mucho por casa y tenía la sana costumbre de, cada vez que yo me salía de tono, decirme que tendría que ser humorista. "Adiós, Lidia, hasta pronto".
Sí, es una realidad. De crío mis salidas de tono eran frecuentes. Insistentes, más bien, palabra más adecuada. Gustaba yo de imitar a todo bicho viviente, bípedo a ser posible, que se cruzaba en mi campo de visión.
Material no me faltaba. De los 13 a los 28 estuve trabajando de cara al PÚBLICO en un puesto de dulces de mis padres, en un mercado de Cornellà de Llobregat, una ciudad que si no habéis visitado aún, os aconsejo no hacerlo. No vale nada.
Imitaba y se presume que bastante bien, a tenor de las palabras de Lidia -"Hombre, Lidia, ¡tú por aquí otra vez!"- y alguna que otra risa del resto de la parentela. Como en la familia éramos muchos, el clamor era, cuando menos, suficiente.
Tenía sin embargo una musa a la que no me cansaba de imitar. Vecino de nuestra calle y, curiosamente, paisano de mis progenitores. Luís "Jorobita", amigo del pueblo de mi padre, tenía un hijo. Jorobita era el mote que recibió este señor en su pueblecito de Cáceres, y como era una familia humilde y tenían poco que ofrecer a su vástago, le regalamos entre todos el mote. Jorobita junior era, repito, mi musa.
Jorobita era muy peculiar. Medía un metro ochenta, más o menos, pero a pesar de contar con unos treinta años caminaba muy encorvado, con las puntas de los pies hacia fuera, patoso a más no poder, arrastrando los pies y mostrando un gesto simiesco en la cara que invitaba a la caricia y que, qué caramba, yo imitaba como nadie. Su tono de voz: ríete tú del niño de San Ildefonso que saca el Gordo.
En casa nos divertíamos mucho con mis imitaciones de Jorobita. No había comida familiar en la que El Niño, animado por la concurrencia, no tuviese que soltar la cuchara, hiciese echarse 'palante' con la silla a los cuñados y saliese a la pista central del comedor a imitar a Jorobita. Se reían, volvía a sentarme, cogía la cuchara y a repetir plato. Porque además, aunque esté mal que yo lo diga, me lo había ganado. Así me puse de hermoso, de tanto imitar a Jorobita.
¿Qué es de una bonita historia de la infancia sin una tragedia? Y la tragedia llegó. Y con ella, el momento en que todo cambió. Jorobita, nuestro Jorobita, con su metro ochenta, se cruzó conmigo un día en nuestra calle. No me soltó dos hostias, no; fue mucho peor. Jorobita llevaba hombreras, bolso, peluca y se había puesto tetas. Jorobita, nuestro Jorobita, pasó a ser esta Jorobita.
Imaginad. Asimilar en plena adolescencia que un mito, tu musa (...), cambie así, sin avisar, es un jarro muy duro. Mucho. Es un palo de agua fría. Más de lo que alguien pueda llegar a imaginarse.
Ahora bien, semanas después el Madrid fichó a Zamorano y se me pasó enseguida.